Una reflexión sobre la presencia viva de Nuestra Señora Consolata, rumbo al Centenario de del Nacimiento al Cielo de San José Allamano
“Pablo era un pescador solitario que vivía junto al mar. Después de perder a su esposa, nunca más volvió a pescar con su barco. Los días pasaban lentamente, y ya no tenía sentido para él surcar las olas que tanto amaba. Una noche de invierno, una fuerte tormenta azotó el pequeño pueblo: los vientos aullaban y las olas eran como monstruos furiosos. Pablo miró todo a través de la ventana, hasta que, en medio de los relámpagos y los truenos, vio una pequeña luz que parpadeaba a lo lejos. Era el faro que permanecía en pie, quieto, a pesar de todo el caos que lo rodeaba. A la mañana siguiente, se enteró de que un bote de jóvenes pescadores se había perdido en el mar y que era la luz del faro la que los había guiado hasta la orilla. Al día siguiente, algo cambió. Limpió su viejo barco, arregló las velas y se fue a pescar al atardecer. Paolo comprendió que, a veces, la esperanza es solo eso: una pequeña luz encendida en la tormenta”.
Esta pequeña historia nos ayuda a comprender que la esperanza no elimina la tormenta, sino que indica un camino, no requiere grandes certezas, sino solo pequeños pasos hacia la certeza. En el mundo de hoy, rodeado de crisis y desesperación, la esperanza no es un lujo, es una necesidad vital. Y, como el faro de los marineros, permanece quieto, encendido, invitándonos a continuar, incluso cuando todo parece perdido.
La palabra esperanza lleva en sí un dinamismo silencioso. En latín, spes significa “espera confiada”, y está relacionada con el verbo sperare (esperar con confianza). En griego, la palabra correspondiente es elpís (ἐλπίς), que también se refiere a la espera, pero con una connotación más existencial: una confianza volcada hacia el futuro, a menudo más allá de lo visible.
El Papa Francisco, en este Año Jubilar, nos ha invitado a vivir nuestra fe como un camino, recordándonos que la vida cristiana es una peregrinación continua hacia Dios. La esperanza, en este contexto, no es simplemente optimismo o deseo de un futuro mejor, sino una virtud teologal basada en la certeza de que Dios es fiel a sus promesas:
“Nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. Esta esperanza que nosotros tenemos es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo donde Jesús entró por nosotros, como precursor» (Hb 6,18-20). Es una invitación fuerte a no perder nunca la esperanza que nos ha sido dada, a abrazarla encontrando refugio en Dios.”.
San José Cafasso, modelo de esperanza
San José Allamano señalaba a su tío José Cafasso como un modelo de esperanza que todos sus misioneros debían seguir: “Tenía tanta esperanza que también la transmitía a los demás. Cuando alguien le dijo que la puerta del cielo es estrecha, inmediatamente respondió: «Oh, ¿sí? ¡Entonces deja que pasen de uno en uno!» Era capaz de infundir esperanza incluso a los condenados a muerte, dándoles mensajes para que los llevaran a la Virgen; y después de una ejecución, exclamó: «¡Aquí hay otro santo!» Y agregó: «¡Esos sinvergüenzas nos roban el cielo!». Por lo tanto, debemos esperar, ¡esperar con todas nuestras fuerzas!
La esperanza no es sólo una virtud teologal abstracta, sino una fuerza concreta que da sentido y orientación a la vida, incluso en las situaciones más dramáticas, como la proximidad de la muerte. Se nos invita a vivir una esperanza activa, contagiosa, llena de confianza en el amor de Dios, es decir, como misioneros, estamos llamados a ser fuentes de esperanza para los demás, incluso (o especialmente) cuando todo parece perdido.
La confianza: la esperanza más pura
En su espiritualidad, José Allamano nos habla de la confianza como la forma más alta de esperanza, su “quintaesencia”. La palabra “quintaesencia”, que deriva del latín quinta essentia, sugiere todo lo que es más puro, lo más esencial: debemos confiar en Dios por encima de nuestras debilidades, por encima de nuestras caídas, por encima de nuestra lógica humana.
Hay en nuestras vidas un eterno conflicto entre no hacer nada y la grandeza de nuestra vocación misionera, pero no nos desanimemos porque esta es una experiencia común entre quienes buscan vivir auténticamente el Evangelio: se sienten indignos, incapaces, desanimados. Pero la respuesta no es rendirse, sino profundizar en la confianza.
Un misionero sin confianza se convierte en “un tormento para sí mismo y para los demás”. Sin confianza no hay alegría, y sin alegría no hay Evangelio que se pueda transmitir. Por lo tanto, la confianza no es solo una virtud teologal, sino un deber apostólico porque es contagiosa, genera paz y da fruto: “Me encanta la oración sobre la confianza en Dios: un día te la llevaré”. Nunca perderé la confianza en Ti, mi Dios. ¡Oh, qué hermoso es!”
Esta confianza necesita ser cultivada, alimentada y compartida. El Salmo 124 – “Los que confían en el Señor son como el monte Sion: no vacila, permanece firme para siempre” – nos exhorta a poseer esta firmeza porque será el fundamento de nuestra misión.
La esperanza de ser misionero
La esperanza transforma profundamente la vida del misionero, llevándolo a vivir con un espíritu nuevo y pascual, es decir, a vivir a la luz de la Pascua de Cristo, cultivando un nuevo modo de ser, de pensar, de actuar y de relacionarse con Dios, con los demás y con su propia historia. A continuación, presento algunos de los desafíos que nos presenta San José Allamano, siempre anclados en la esperanza:
– Ser misioneros nuevos y pascuales, que viven con una perspectiva renovada, sin miedo a la historia ni al futuro, siempre abiertos a la novedad del Resucitado: “No digáis: «¿Quién sabe si me salvaré?», sino: «Quiero salvarme y, por tanto, quiero enmendar mis defectos y no desanimarme»”.
– Ser misioneros contemplativos y pobres, capaces de reconocer a Dios en los desiertos de la vida, enraizados en la historia, pero siempre con la mirada puesta en el futuro: “Ahora, cuando caminamos en la presencia de Dios, hacemos las cosas bien, con perfección”.
– Amar el propio tiempo viviendo fielmente el presente, la “hora” que se nos ha dado, sin eludir las responsabilidades, viendo en la hora el verdadero tiempo de Dios: “En el momento favorable te escuché y en el día de la salvación te ayudé. ¡Ahora es el momento favorable, ahora es el día de la salvación!» (2 Cor 6, 2). San Pablo define el tiempo del Evangelio como un “tiempo favorable”, que hay que acoger con gratitud y amor”.
– Vivir con alegría es misión y testimonio, porque la verdadera alegría nace de Dios y es sostenida por la oración, la cruz y la esperanza de la eternidad. De este modo, la esperanza se convierte en fuente de renovación, de fidelidad y de alegría para el misionero, sosteniéndolo en su camino y convirtiéndolo en signo de Dios para el mundo: “Ánimo, pues, y alégrate. San Francisco de Sales siempre estaba alegre. «¡Servid al Señor con alegría!» (Sal 100, 2)”.
Para nosotros, los misioneros, la esperanza es lo que nos permite siempre volver a empezar: ¡nunc coepi! – con valentía, alegría y fidelidad. En este Año jubilar, todos somos peregrinos de esperanza, llamados a mantener viva la luz que guía y calienta. Como el faro en la tormenta, la esperanza no ahuyenta los vientos y no calma el mar, sino que muestra el camino. ¡Y eso es suficiente para seguir adelante!
Para la reflexión personal
- ¿Cómo soy un faro en la vida de los demás?
- ¿Es la esperanza una realidad en mi vida misionera?
- ¿Cuál es mi compromiso como peregrino de esperanza?
